jueves, 25 de junio de 2015

1. ¿Vas a morir papá? (3ra parte)

¿Vas a morir papá? (3ra parte)
George Vandeman

   De hecho, la ciencia demoró literalmente miles de años en ponerse al día. Por ejemplo, durante la Edad Media, cierta enfermedad que en ese entonces se consideraban lepra mató a muchos millones de personas. ¿Y qué logró controlarla finalmente? Los médicos no tenían nada que ofrecer. Algunos de ellos creían que se producía al ingerir alimentos demasiado calientes, pimienta o ajo. Otros creían que la causaba cierta maligna conjunción de los planetas. Entonces la iglesia intervino. Se refirió al libro de Levítico para descubrir cómo terminar con el contagio. Siguiendo el ejemplo de Moisés, segregaron a los pacientes, los excluyeron de la comunidad, y por fin la enfermedad pudo ser dominada.
    Recordemos además el caso de la "muerte negra", la peste asesina que costó la vida -según se estima- a unos sesenta millones de personas en tiempos medievales. Se aplicaron a ésta plaga las técnicas bíblicas de evitar contagios, y así se la pudo controlar finalmente.
     Hace un poco más de cien años, cierto joven doctor llamado Ignacio Semmelweis se hizo cargo de la sección de obstetricia de uno de los hospitales vieneses, centro médico en el cual se enseñaba la medicina en esos días. EL Dr. S. I. MacMillen, relata lo que ocurrió en su libro None of These Diseases (Ninguna de estas enfermedades).
    Las mujeres que fallecían eran llevadas a la morgue y allí se les practicaba la autopsia. Todas las mañanas, los médicos y sus alumnos iban a la morgue y realizaban las autopsias del día. Luego, sin lavarse las manos, los facultativos y su séquito de estudiantes se dirigían a la maternidad para hacer exámenes pélvicos de las mujeres vivas -desde luego sin guantes de látex. Una de cada seis pacientes moría. 
    El Dr. Semmelweis notó que la muerte se ensañaba especialmente en las mujeres a las cuales se les practicaban dichos exámenes. Después de ser testigo de esta dolorosa situación durante tres años, estableció un reglamento según el cual, en su sección, los médicos y sus alumnos que venían de practicar autopsias, debían lavarse las manos.
   En abril de 1847, antes de que se estableciera este reglamento, en la sección de éste médico habían muerto 57 mujeres. En junio, después de que comenzó a aplicar la regla, murió solo una mujer de un grupo de 47; en julio, una entre 84.
    Pero cierto día, después de practicar las autopsias de costumbre, los médicos y sus alumnos se lavaron las manos y examinaron a doce mujeres, una tras otra. Once de las doce desarrollaron rápidamente temperaturas altísimas y murieron. Era evidente que una infección fatal había sido transmitida desde una paciente a las otras. Se modificó por lo tanto el reglamento, de modo que desde entonces los médicos y alumnos debían lavarse las manos después de cada examen.
    ¿Aclamaron al Dr. Semmelweis sus colegas por este descubrimiento maravilloso? No. Se consideraba que el lavarse las manos constituía una molestia. Los prejuicios que se levantaron contra él lo obligaron a abandonar el hospital. Su sucesor se deshizo de los lavatorios, y el ritmo de mortalidad volvió inmediatamente a las cifras anteriores.
   Acongojado se fue a Budapest y una vez más rebajó allí el porcentaje de muertes. Pero sus colegas no le dirigían la palabra cuando se encontraban con él en los corredores del hospital. Su naturaleza sensible se dejó aplastar a tal grado por el prejuicio de sus compañeros, y por los lamentos agónicos de las madres moribundas, que su mente finalmente se quebrantó. Murió en un manicomio sin haber recibido jamás el reconocimiento que merecía en tan alto grado.
    ¡Sin embargo, miles de años atrás Dios le había dado a Moisés instrucciones detalladas a cerca del lavamiento de las manos después de tocar muertos o personas vivas infectadas!
   Sí, las leyes del antiguo Israel, dadas por Dios mismo, tan diferentes de los primitivos conocimientos médicos de ese entonces, se encontraban muy adelantadas a su época. Y fue a ese pueblo, recién sacado de la esclavitud, por largo tiempo sujeto a las enfermedades de los egipcios, y muy consciente de la inutilidad de los remedios que entonces se practicaban, al que Dios le hizo una promesa fantástica:
    "Si oyeres atentamente la voz de Jehová tu Dios, e hicieres lo recto delante de sus ojos, y dieres oído a sus mandamientos, y guardares todos sus estatutos, ninguna enfermedad de las que envíe a los egipcios te enviaré a ti; porque Yo Soy Jehová Tu Sanador" (Exodo 15:26).
   ¡Pensemos en esto! Ninguna de esas enfermedades. Y mientras Israel cumplió su parte del pacto, Dios realizó la suya. Dice David: "No hubo en sus tribus enfermo" (Salmo 105:37).

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